No era suficiente la cantidad de agua que quedaba estancada entre las depresiones que se habían formado en el suelo producto de la diferencia de asentamientos entre unos pongamos seis, siete adoquines contiguos, como para llamarlo charco.
Esa mañana habrían estado haciendo un par de grados bajo cero, y recuerdo el frío que me generaba ver a las palomas transeúntes caminando por aquellas formaciones acuosas amorfas, que se desparramaban a lo largo de toda esa calle que había sido renovada no hace mucho tiempo y ahora funcionaba como peatonal.
El kiosco de diarios estaba abriendo, y los porteros, aunque la mayoría de los edificios sobre esa calle estaban ocupados por oficinas que tienen un pie aquí y otro allí bien lejos, baldeaban, imágen que me daba frío también.
Recuerdo cuando comenzaron a apagarse, una tras otra, las primeras luces. El cielo, mágicamente, aunque un poco tarde, así como sucede día tras día, comenzó a aclarar. Esos colores no tienen nombre: no es celeste, no es gris, no es turquesa, es el cielo sencillamente.
Entré a tomar un café, quería experimentar esa calle semi-vacía desde adentro, resguardeciendome un rato del frío, y disfrutando del placer del aroma a café recién molido.
Salí, decidido a prestar un poco mas de atención en la gente. Es extraño, cuando las ropas son negras, abultadas, oscuras, sobrias pero poco llamativas, automáticamente empezamos a mirar otras cosas, algo así como si nos fijaramos en nuestra ciudad más en epocas de frío que en las de calor. Corroboré ese pensamiento: lo único que me llamaba la atención en las personas era el vapor que salía de sus bocas al hablar entre ellas, pensé que esas formaciones gaseosas quedaban bien con un edificio de piedra gris húmeda de fondo, me pregunté cómo se vería ese mismo humo salido de las personas en el medio del campo, y así fue como seguí mirando la ciudad.
Continué rápido, giré, y me quedé quieto, duro, con la mirada fija en un árbol que mas que árbol era una suma de ramas secas. Recuerdo la fascinación que me generó esa imágen: ramas recortando el cielo que cada vez era mas claro, y mas nublado.
Decidí que me gustaba sentir la nariz roja y que era un día perfecto para caminar la ciudad y no entré a la oficina.
A veces los adoquines son inspiradores.
Esa mañana habrían estado haciendo un par de grados bajo cero, y recuerdo el frío que me generaba ver a las palomas transeúntes caminando por aquellas formaciones acuosas amorfas, que se desparramaban a lo largo de toda esa calle que había sido renovada no hace mucho tiempo y ahora funcionaba como peatonal.
El kiosco de diarios estaba abriendo, y los porteros, aunque la mayoría de los edificios sobre esa calle estaban ocupados por oficinas que tienen un pie aquí y otro allí bien lejos, baldeaban, imágen que me daba frío también.
Recuerdo cuando comenzaron a apagarse, una tras otra, las primeras luces. El cielo, mágicamente, aunque un poco tarde, así como sucede día tras día, comenzó a aclarar. Esos colores no tienen nombre: no es celeste, no es gris, no es turquesa, es el cielo sencillamente.
Entré a tomar un café, quería experimentar esa calle semi-vacía desde adentro, resguardeciendome un rato del frío, y disfrutando del placer del aroma a café recién molido.
Salí, decidido a prestar un poco mas de atención en la gente. Es extraño, cuando las ropas son negras, abultadas, oscuras, sobrias pero poco llamativas, automáticamente empezamos a mirar otras cosas, algo así como si nos fijaramos en nuestra ciudad más en epocas de frío que en las de calor. Corroboré ese pensamiento: lo único que me llamaba la atención en las personas era el vapor que salía de sus bocas al hablar entre ellas, pensé que esas formaciones gaseosas quedaban bien con un edificio de piedra gris húmeda de fondo, me pregunté cómo se vería ese mismo humo salido de las personas en el medio del campo, y así fue como seguí mirando la ciudad.
Continué rápido, giré, y me quedé quieto, duro, con la mirada fija en un árbol que mas que árbol era una suma de ramas secas. Recuerdo la fascinación que me generó esa imágen: ramas recortando el cielo que cada vez era mas claro, y mas nublado.
Decidí que me gustaba sentir la nariz roja y que era un día perfecto para caminar la ciudad y no entré a la oficina.
A veces los adoquines son inspiradores.
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