domingo, 16 de agosto de 2009

No se que es esto

Eran las 8 de la mañana, aquel oscuro día de julio. Sentía una conexión especial; se sentía diferente aquellos días en los que la ciudad que habitaba amanecía cubierta por varias capas de densas nubes de lluvia. Se sentía fascinado, aunque no era fascinación justamente lo que le pasaba. No sabía explicarlo, pensó que no existía palabra alguna en el lenguaje que explicara esa sensación que le ocurría las mañanas oscuras de lluvia.
Había soñado una vez que bajaba de un colectivo en la esquina de su casa, miraba el reloj que señalaba las 2 de la mañana, y arriba suyo había un sol radiante. Desde ese día, su relación con las luminosidades del día habían cambiado: esperaba siempre, de algún u otro modo, que se alterase el orden lógico, pensaba, de la sucesión de amaneceres y ocasos que la naturaleza preveía para sus días.
Pensaba entonces que los días oscuros eran como las noches claras, y sus más de veinte años de experiencia en este planeta le hacían desconfiar ciertamente que el sol apareciera de noche. Por lo menos en estas latitudes, pensó unos años mas tarde, cuando le contaron de los meses de noches y días en el círculo polar ártico. Así es que disfrutaba mucho de los días oscuros: se daba cuenta de que era el modo mediante el cual la realidad se aproximaría en su mayor dimensión a aquel extraño sueño que había tenido y tan claramente recordaba.
No temía: no tenía nada a que temer. La última vez que sintió temor ante un día tan oscuro fue cuando tenía aun su automóvil. El temor provenía de un hecho que había sucedido unos años antes, aunque más precisamente fue su madre la victima de aquel día oscuro. Su auto había quedado destruido por el hielo caído desde el cielo aquel mediodía sobre su ciudad, hacia ya unos años. Pero el no tenía nada ahora: nada más que a sí mismo.
Había ganado todo, o como la mayoría de las personas que lo conocían hubiera dicho: había perdido todo, en el preciso instante en el que termino de darse cuenta de lo ínfimo de su existencia en el planeta que habitaba. Nadie comprendía sus ideas: él creía que la única diferencia entre el Ser humano con el resto del mundo animal, era el sentido de la responsabilidad. La responsabilidad; solía comentar, o transmitir, o al menos intentarlo, proveniente de lo que nos diferencia del resto de los seres vivos: la razón, la capacidad de conceptualizar, de entender, de actuar más allá del instinto. Todo esto pensaba, se simplificaba en aquella sola palabra: responsabilidad.
Quiso seguir desarrollando esta idea cuando de pronto se encontró de frente a un universo desconocido por el –y por casi todas las personas que conocía, pensaba-. Algo que jamás habría imaginado. La respuesta a todas las preguntas que venía haciéndose los últimos años. La puerta se abría tras la aparición ante el de la palabra mágica: Amor.
Empezó a pensar en el amor, en el amor verdadero, profundo. De esto, solo quiso decir por un lado, que podía explicar a cualquier persona que así lo deseare, como es que tan solo con amor, las fallas de la humanidad podrían verse apaciguadas: entendía al hombre como un ser errante y contradictorio desde su génesis: veía imposible un mundo sin conflictos, un hombre sin conflictos. El conflicto es la base del cambio y la evolución pensaba, y ya en términos científicos propuso que la evolución es inherente a la naturaleza y por tanto inevitable. Pensaba que de todo, poco tenía real sentido.
Lo otro que quiso decir, y fue este el preciso momento en que fue acusado de egocéntrico y arrogante, es que había entendido lo que había leído de aquel filosofo que tanto lo movilizaba, aunque costaba entender: se dio cuenta, y ahora comparte la idea de que en la estructura de la vida solo hay un objeto por sobre el amor: el amor propio. No quiso decir nada mas al respecto, solo que creía en eso fervientemente, por el momento.
Volvió a pensar en el sentido de la vida: era este ser feliz? No le satisfacía dicha respuesta. Siguió pensando: le habían dicho algo como que veníamos al mundo para dejarlo un poco mejor de lo que lo habíamos recibido. Esto, no le convencía en absoluto, hizo una lista de veintitrés cuestionamientos a esta idea, la pensó casi ridícula. Comenzó a acercarse en sus planteos a nociones más individualistas del sentido de la existencia: empezó a pensar que cada persona durante el recorrido de su vida va descubriendo y encontrando el sentido de la misma. Esto realmente comenzaba a convencerlo, aunque luego pensó que quizás no era tan así… que conocía muchas personas que ni siquiera se preguntaban estas cosas.
Le temía a la muerte. A la única cosa que le temía en su vida, junto a las cucarachas y las serpientes. Pero al vivir en una gran ciudad la presencia de serpientes era pensaba, escasa.
Escribía lo que sentía, lo que le pasaba y pensaba.
Sus escritos reflejaban creía él, absolutamente el estado de su mente y su alma. Se asombraba de la intensidad que encontraba al leer cosas escritas por él en diferentes días, meses, momentos; por ejemplo: las incongruencias y multiplicidades de ideas vertidas sin algún orden aparente (era eso el caos?) demostraban sus momentos de tremenda inquietud: la ansiedad por comprender, por entender, por absorber, por realizar. Inquietud angustiante en un punto, producto quizás de la gran cantidad de información, ideas y proyectos convivientes en forma contemporánea en su cerebro. Inquietud por comenzar a actuar de una buena vez en aquellas dos cosas que venía postergando por alguna u otra razón: las cosas que pensaba que faltaban en su vida para terminar de realizarse como persona: la política y el amor.
Fue así que escribiendo, o pensando en letras, como tanto le gustaba, siguió verificando sus ideas sobre la naturaleza individualista del hombre: todo, en principio, tiene una base egoísta.
Pensó dos cosas más: que algún día sus textos incongruentes y confusos servirían para algo mayor, mejor, y que pondría un disco, apagaría la mente, y disfrutaría del goce de los placeres: era este el real sentido de la vida?
Y rio mucho, amaba reír. Era inteligente, se daba cuenta que el humor, la capacidad de reír era el más bendito don de los seres afortunados.

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